19/3/13

Marguerite Duras


Saint-Tropez, Francia 1982
La lavadora
está en medio de la playa, sobre la arena húmeda, cerca de las olas. Como se ha estropeado, Marguerite y Yann la usan de mesa de trabajo y bodega. Han colocado la Olivetti Lettera 22 y las copas de vino encima. En el tambor esconden las botellas de burdeos.
Llevan todo el verano viviendo junto al mar. Durante el día leen y ríen apoyados en la lavadora. Yann va desnudo. Marguerite lleva jersey de cuello vuelto, pantalones a cuadros y gorro de marinero. Al atardecer dan paseos por la orilla, alumbrados por las farolas del paseo marítimo. Por la noche beben. Después, Marguerite dicta palabras en voz alta. Yann escribe.

Yann
La luna está saliendo. Ninguna nube, ni un soplo de viento. Yann se sienta en un taburete frente a la lavadora y coloca una hoja de papel en la máquina de escribir. El mar ruge ante él y la espuma de las olas es plateada. Se humedece los labios con la lengua. Saben a sal. Y están secos. Se agacha, abre el tambor de la lavadora y coge una botella. Llena una copa y, antes de pasársela a Marguerite, bebe un sorbo.
Ella lleva un rato de pie, en silencio, pensando la siguiente palabra del libro que está escribiendo. Yann espera, con las manos abandonadas sobre el teclado de la Olivetti. Intenta concentrarse en Marguerite. En las palabras que de repente le dicta. Palabras con aire entre ellas. Pensadas de una en una.
Marguerite logra escribir algunas frases. Esto fluye. Eres adorable, Yann. Pero ahora, cuál es la siguiente palabra. Quizás no sepa ya escribir. Qué falta aquí, Yann. No sabes nada. Estúpido. Eres un inútil.
Marguerite grita. Lo de siempre. Lo de ella.
Pero Yann es paciente. Yann no se enfada, no. Yann se levanta del taburete y echa a andar orilla arriba, a grandes zancadas. La voz de Marguerite retumba en sus oídos. La odia. Pero cuando comenzó a leerla supo que ya no había vuelta atrás. Le escribió cartas durante cinco años y al conocerse, se gustaron. Comenzaron las escenas, los insultos, las comidas, el amor también. Quiere a esa mujer intensa con locura. Y sabe que a él le toca aguantar, evitar la ruptura del vínculo que ella hace y deshace a cada instante. Ese vínculo que ella desea a cualquier precio y que de manera casi simultánea quiere destruir. Además, se le pasará. Siempre se le pasa. Encontrará la siguiente palabra, terminará el libro y comenzará otro. Yann puede predecir sus vaivenes emocionales al milímetro. De repente, le molesta descubrirlo. Pero no quiere pensar más. Solo quiere dormir. Sigue caminando y llega hasta las rocas, donde Marguerite no puede verlo. Se tiende en la arena. Se cubre con la sábana blanca que guarda entre las rocas. Se duerme.


Marguerite
Luna llena. La luz es tan clara que casi parece de día. Marguerite ocupa ahora el lugar de Yann. Sentada frente a la lavadora, se ajusta las gafas y hace girar el rodillo de la máquina de escribir. Luego coge la botella y llena la copa. Bebe. No quiere pensar en Yann. Solo quiere encontrar la siguiente palabra. Pone las manos sobre el teclado. Las manos le tiemblan. El temblor de una vida que limita con la muerte. No, no quere pensar en Yann. Pero ha visto su cuerpo desnudo alejándose de ella a la luz de la luna. Lo detesta. Detesta ese cuerpo resabiado, adolescente, siempre en calma. Odia, sobre todo, la juventud de él, los treinta y ocho años que lo separan de ella. Esa juventud lenta que jamás la alcanzará para envejecer junto a ella. Lo golpearía una y otra vez. Pero está lejos, escondido entre las rocas. Siempre está lejos cuando lo necesita. Por qué no se marcha de una vez? Que la abandone como terminan abandonándola todos. Vete, Yann. Adiós.
Marguerite contempla el rectángulo de papel inmaculado que tiene frente a ella. Se agarra la cabeza con las manos. Cuál, pero cuál es la siguiente palabra. No la encuentra. Tal vez las palabras o su ausencia solo sirvan para verificar el odio. El odio a Yann.
Vuelve a llenar la copa y mira el mar. El color del mar es negro. El azul, en Marguerite, siempre es negro. Bebe. Bebe mil veces. Olvida las palabras. Olvida el aire entre ellas. Lo olvida todo, excepto el cuerpo desnudo de Yann y la botella, que ahora está vacía. Se agacha, saca otra botella de burdeos del tambor de la lavadora. Vacía. Otra. También vacía. Las saca todas. Las lanza al suelo. Se tira a la arena. Hunde la cara en la arena, la muerde. Aumenta el temblor de las manos. Entre ella y ella misma late una hendidura que se ensancha y amenaza con romperla. Como las palabras que le estallan en los dedos antes de llegar a teclearlas.
Se calma un poco. Busca. Finalmente encuentra un resto de vino en una botella. Suspira, aliviada. Se limpia la cara con el dorso de la mano. Se levanta tambaleándose, con gesto espeso. Se sirve el vino y se lleva la copa a los labios. Bebe un sorbo. Los temblores cesan. Alza la copa. Mira el rojo. Ve el rojo. Lo único que importa es el rojo del vino. Le gusta ese rojo. Yann, mira este rojo.

Marguerite y Yann
Marguerite echa a andar con la copa en la mano, dibujado eses en la arena. Camina despacio, cuidando de no verter el rojo. El rugido del mar la aturde. Vadea la orilla. Llega hasta las rocas y busca a Yann. Está acostado en la arena, al amparo de dos grandes rocas, tapado con la sábana blanca. Marguerite se acerca. Trata de sentarse sin caerse y deja la copa en la arena.
--Yann --susurra.
Le toca suavemente el hombro. Él extiende el brazo izquierdo y se aparta un poco para dejarle sitio. Marguerite se tiende en la arena y rellena el hueco a su lado. Yann la abraza. Marguerite cierra los ojos, tira un poco de la sábana hacia ella. Mañana mandará arreglar la lavadora.

De: Anna R. Ximenos, Interior azul
 



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